Copio la Contratapa de hoy del diario Crítica, escrita por Pablo Alabarces
Lo que mata es la inseguridad
Hace una semana, una nota de Martín Caparrós en este mismo espacio proponía someter la cuestión de la seguridad a otras miradas más cuidadosas de la complejidad del debate. Sin caer en una retórica progresista vacía (que las hay), Martín alertaba sobre la relación indiscutible que existe entre delito y exclusión social, lo que no significa unir delito y pobreza: ésa es una tontería palmariamente contradicha por la cantidad de delitos que cometen las clases medias y altas, incluyendo –largamente– las dirigencias políticas. La apuesta de Martín, que comparto, es de largo, larguísimo plazo; y cada día que pasa nos aleja más de ese horizonte: “recuperar el tejido social, deshacer diferencias ofensivas, educar y reintegrar a los desintegrados”.
En un recodo de su nota, Martín recuerda la complicidad de muchos ciudadanos en las políticas que decidieron continuar a la dictadura en sus consecuencias socioeconómicas: podríamos decir que desde 1975 hasta hoy la perversa continuidad de esos designios permanece casi invariable, con matices. La Argentina se ha empeñado en destruir sus más entrañables pulsiones integracionistas y democráticas para transformarse en una sociedad radicalmente injusta y a la vez jactanciosa de esa desigualdad y esa desintegración. El problema no es la pobreza, claro que no: el problema es la riqueza, o mejor dicho su simultánea distribución desigualísima y su exhibición grosera. Y en el análisis se debe incluir la desintegración de las relaciones sociales, en las que insistía Caparrós: la ley del más fuerte, del sálvese quien pueda, sobre la que es imposible construir nada parecido a una sociedad democrática, es la ley fundamental de la nación. De todo esto, los mismos que reclaman son cómplices, por acción u omisión: entre festejar los crímenes de la dictadura o los efectos maravillosos de la convertibilidad hay una línea continua que tiene como uno de sus efectos los niveles enormes de violencia que hoy nos sacuden.
Y que sin embargo no son tan elevados. Esto no es Bogotá ni San Pablo, ni Río de Janeiro ni México. La sabia combinación de una primera plana, un comentarista televisivo indignado y un grupo de vecinos airados con buena presencia mediática instalan un clima de ley de la selva que la tranquilidad con la que podemos caminar por las calles desmiente cotidianamente. Y no soy necio: la cantidad de asaltos a los que mi hijo menor ha sido sometido lo pone cerca de un récord. En realidad, los que en estos días están asolando los correos de lectores y los comentarios posteados no tienen la menor idea de lo que podría esperarnos si nuestras clases populares invirtieran más tiempo en la violencia. Unos compañeros antropólogos me decían, luego de una temporada en Fuerte Apache, que lo que no se entiende es cómo todavía los muchachos no han salido a robar y matar masivamente. Insisto sobre esto: el nivel de injusticia, saqueo, expulsión, discriminación, racismo, hambre y carencia educativa a la que nosotros mismos –no fue obra de marcianos– hemos sometido a nuestras clases populares no tiene parangón, porque se trata de un retroceso terrible sobre los niveles tolerables de integración que tenía nuestra sociedad hace treinta y cuatro años. Se trata, nada menos, de la crudeza de una generación de chicos que no ha visto trabajar a sus padres, y que sabe, y nadie puede desmentirla, que está condenada a repetir ese ciclo.
A esta altura del partido debería quedar claro que todas las políticas represivas que se han reclamado estos días son en realidad las que ya rigen: que las reformas Blumberg fueron las políticas de Ruckauf, y que la pena de muerte que tantos ciudadanos histéricos reclaman la vienen ejecutando, sin televisión pero con espantosa eficacia, todas las policías del país. Todo eso ha fracasado concluyentemente. Sin embargo, el sábado pasado Marcos Aguinis retoma todos esos lugares comunes en La Nación, y dobla la apuesta: también deben ser reprimidos los que cortan calles y los que toman escuelas y facultades. El doctor Aguinis –así lo llaman respetuosamente sus lectores– invoca también el respeto a las jerarquías, recurriendo a la eterna cita de Cambalache, aterrado ante la idea de que le falten el respeto. Ante ello, sus respetuosos lectores ya no se limitan a reclamar la pena de muerte: ahora proponen, sin filtros, la construcción de comandos de la muerte al estilo brasileño.
Tamaño desparramo de ignorancia y autoritarismo demuestra dos cosas: que una parte de nuestras clases medias y altas están dispuestas a tolerar otra masacre represiva a cambio de su “tranquilidad”, y que no hay peor fascista que un Aguinis asustado. Dicho con todo respeto, claro.